Lo he superado, acabó. Ayer me di cuenta, entre la bolsa de humo que asfixia a la pituitaria en esta gran cámara de gas de El Cairo asomaba una sensación de primavera. Ayer empezaba y ayer noté ese olor más fuerte que tiene la naturaleza desde el 21 de marzo (desde el 1 en Australia, donde también han adaptado la oficialidad de las estaciones). Y esa sensación me recordó que hacía dos años que no lo notaba, y que he tenido un año de invierno y no he muerto en el intento.
Cuando llegué a Australia estaba acabando el verano en Europa (un verano que, en parte, pasé convertido en pleno otoño en Irlanda y Alemania), y allí empezaba mi segundo verano consecutivo. La de Australia es una primavera al cien por cien: un día hace sol y al día siguiente llueven "gatos y perros". Con el tiempo, me di cuenta de que el tiempo en Australia, o más bien en Sydney, era una primavera. O más bien, las horas eran una primavera: Salía el sol un rato y a los cinco minutos podía estar lloviendo.
Y así, pasé un año de verano hasta que en febrero llegó el invierno austral y comenzó ese año de invierno para mí (con las excepciones de una semana de verano japonés y otra de estación seca en Samoa). Al llegar a España el otoño ya empezaba, aunque en Andalucía aún quedaban algunas semanas de otoño más bien primaveroso.
Y así fue como ayer volvieron las cosas a su sitio.
martes, marzo 25, 2008
domingo, marzo 16, 2008
El futbol
El viernes, como todos los viernes, fue domingo en Egipto. Y los domingos, todo el mundo lo sabe, hay fútbol. El pasado viernes, o domingo, en El Cairo se enfrentaban El Ahly y el Zamalek, que es la versión egipcia de un Barça-Madrid, un Juve-Milán o un Arsenal-Liverpool.
El Ahly viste de rojo, tono sospechosamente parecido al de Vodafone, y es el equipo del pueblo, el megacampeón egipcio, el equipo con más hinchada, más títulos y más pedigrí. Uno de los más laureados de África, múltiple campeón de la "Champions" africana y asiduo de la Copa Toyota, ese engendro futbolístico, lejano y solo, en el que América y Europa se disputan el cetro del balompié, y que desde hace poco tiempo se maquilla con la asistencia de comparsas africanas, asiáticas, norteamericanas y oceánicas.
El Zamalek tiene atributos regios, pero como aquí la monarquía cayó en desgracia en los cincuenta, el equipo blanco no disfruta de los favores ni las glorias de otros equipos blancos y regios.
Había que llegar al campo con varias horas de antelación. Tiene una explicación sencilla: había mucha policía, bastante diversion, pero poca organización. Si en vez de vigilar el estadio, los militares hubieran decidido invadir Israel, el problema palestino se hubiera acabado el viernes. Pero aún así, los habituales apelotonamientos egipcios se seguían produciendo con total normalidad: como en el metro, como en los pubs, como en las tiendas. Además, el fondo norte, en el cual me encontraba con mis amigotes, rodeado de seguidores de El Ahly, no tenía escaleras que dividieran la grada en sectores, por lo que llegar hasta el asiento que aparecía en mi entrada se convirtió en una odisea contemporánea.
Las cinco cero cero. A esa hora me hallaba ya en mi sitio, quedaban aún dos horas y media para que empezase el partido, pero los seguidores ya llenaban los fondos, y no paraban de gritar y apoyar al equipo. A las siete y media seguían gritando y apoyando, y así hasta el final. Era como estar rodeado de conejitos de duracell haciendo el biri. Un ambientazo.
Y llegó el pitido inicial. Empezó entonces un partido entre dos equipos tácticamente huérfanos, llenos de buenas intenciones, defensivamente dadivosos pero con anorexia goleadora. El partido era pura inocencia futbolística, como si los pitufos hubieran debutado en segunda B. La primera parte estuvo llena de pifias, piscinazos descarados y excesivo barroquismo en la composición de las jugadas. En la segunda llegaron los dos goles de El Ahly, el menos malo, tras dos fallos circenses de la defensa del Zamalek. Y despertaron a la bestia roja que me rodeaba.
Y así, el partido acabo del lado colorín colorado.
El Ahly viste de rojo, tono sospechosamente parecido al de Vodafone, y es el equipo del pueblo, el megacampeón egipcio, el equipo con más hinchada, más títulos y más pedigrí. Uno de los más laureados de África, múltiple campeón de la "Champions" africana y asiduo de la Copa Toyota, ese engendro futbolístico, lejano y solo, en el que América y Europa se disputan el cetro del balompié, y que desde hace poco tiempo se maquilla con la asistencia de comparsas africanas, asiáticas, norteamericanas y oceánicas.
El Zamalek tiene atributos regios, pero como aquí la monarquía cayó en desgracia en los cincuenta, el equipo blanco no disfruta de los favores ni las glorias de otros equipos blancos y regios.
Había que llegar al campo con varias horas de antelación. Tiene una explicación sencilla: había mucha policía, bastante diversion, pero poca organización. Si en vez de vigilar el estadio, los militares hubieran decidido invadir Israel, el problema palestino se hubiera acabado el viernes. Pero aún así, los habituales apelotonamientos egipcios se seguían produciendo con total normalidad: como en el metro, como en los pubs, como en las tiendas. Además, el fondo norte, en el cual me encontraba con mis amigotes, rodeado de seguidores de El Ahly, no tenía escaleras que dividieran la grada en sectores, por lo que llegar hasta el asiento que aparecía en mi entrada se convirtió en una odisea contemporánea.
Las cinco cero cero. A esa hora me hallaba ya en mi sitio, quedaban aún dos horas y media para que empezase el partido, pero los seguidores ya llenaban los fondos, y no paraban de gritar y apoyar al equipo. A las siete y media seguían gritando y apoyando, y así hasta el final. Era como estar rodeado de conejitos de duracell haciendo el biri. Un ambientazo.
Y llegó el pitido inicial. Empezó entonces un partido entre dos equipos tácticamente huérfanos, llenos de buenas intenciones, defensivamente dadivosos pero con anorexia goleadora. El partido era pura inocencia futbolística, como si los pitufos hubieran debutado en segunda B. La primera parte estuvo llena de pifias, piscinazos descarados y excesivo barroquismo en la composición de las jugadas. En la segunda llegaron los dos goles de El Ahly, el menos malo, tras dos fallos circenses de la defensa del Zamalek. Y despertaron a la bestia roja que me rodeaba.
Y así, el partido acabo del lado colorín colorado.
martes, marzo 11, 2008
Mardi Gras VI
Koshari
En su mochila y en su estómago, dejen espacio para uno de esos platos hechos a base de sobras que se pueden calificar como delicia de origen humilde. El koshari les llevará a conocer los secretos de la sencillez y la complejidad de Egipto, un país hecho de restos de otras culturas que como llegaron fueron aceptadas, y como se asentaron se fueron. Es uno de esos platos simples en los que se reconoce un país, que forman parte de un imaginario colectivo sin los cuales no se entiende a un pueblo. Nacido, quizá, de la suma de restos, el koshari junta una base de pasta con una mezcla de arroz y lentejas que le añaden la contundencia de un país que sobrevive a una inmensidad desértica. Se suman unos garbanzos, tan antiguos en esta región como su cultura, y cebolla frita. A todo ello, se añade una salsa hecha a base de vinagre y ajo que le da fuerza, tomate rallado frito y el picor del sol transportado a una guindilla. El resultado es el plato egipcio más autóctono y auténtico. Desde El Cairo, retazos de todas las culturas del Mediterráneo en un país, retazos de todas sus posibilidades culinarias en un plato, en su paladar.
En su mochila y en su estómago, dejen espacio para uno de esos platos hechos a base de sobras que se pueden calificar como delicia de origen humilde. El koshari les llevará a conocer los secretos de la sencillez y la complejidad de Egipto, un país hecho de restos de otras culturas que como llegaron fueron aceptadas, y como se asentaron se fueron. Es uno de esos platos simples en los que se reconoce un país, que forman parte de un imaginario colectivo sin los cuales no se entiende a un pueblo. Nacido, quizá, de la suma de restos, el koshari junta una base de pasta con una mezcla de arroz y lentejas que le añaden la contundencia de un país que sobrevive a una inmensidad desértica. Se suman unos garbanzos, tan antiguos en esta región como su cultura, y cebolla frita. A todo ello, se añade una salsa hecha a base de vinagre y ajo que le da fuerza, tomate rallado frito y el picor del sol transportado a una guindilla. El resultado es el plato egipcio más autóctono y auténtico. Desde El Cairo, retazos de todas las culturas del Mediterráneo en un país, retazos de todas sus posibilidades culinarias en un plato, en su paladar.
Fronteras
El ascensor bajó y nos subimos los tres. Estaba yo y estaban ellos dos. Ella, Vachinam, mi vecinita de enfrente. Guapa, atractiva, con ropa a la occidental, con vida a la occidental, universitaria, veintimuypocos, con esa indiferencia diabólica y angelical de una adolescente que se sabe bella. Él, Alí, el hermano del portero, vestido con unas sandalias llenas de polvo y cansancio que deberían ser la bandera de Egipto. Alí, con su indiferencia llena de inocencia e incultura.
Los porteros de los portales son una institución aquí, se mueven por las tripas de los edificios, conocen cada palmo, están para lo que haga falta, sin horas, y viven en las primeras plantas, en una especie de cuevas que son más obscenas cuanto más ostentosas son las viviendas que soportan.
Allí, en ese espacio mínimo, en ese metro cuadrado móvil, tenía la mejor imagen de este país: una chica bella y formada, bien vestida, probablemente inteligente, seguramente viajada, que forma parte del faraónico 5 ó 10 por ciento que vive a la occidental aquí, que aprovecha el boom económico que está teniendo el país en los últimos años; y él, un joven inocente y bonachón y sin nada de nada, al que le afecta ese boom económico que está haciendo que los productos básicos suban de un precio que para mi sueldo aquí son céntimos, pero que para ellos es inalcanzable.
Ella salió primero del ascensor, y me dijo “see you” o algo así, a él no le dijo nada porque no existe. Yo imaginaba que él la ha visto desde siempre y desde siempre le ha gustado. Que la mira y la admira desde la cueva cuando ella llega las noches de los viernes, vestida de fiesta, de esa fiesta sólo abierta para occidentales y para los faraones de ese 5 por ciento. Que sube en el ascensor, el único medio de transporte que puede imaginar, para oler su olor, su perfume, su limpieza. E imaginaba que si yo fuera él, seguramente estaría enamorado de ella, aunque sólo fuera por el placer de la esperanza.
Pero creo que no. Creo que es imposible, pertenecen a mundos distintos superpuestos en un mismo pais, y la frontera que los separa impide cualquier pensamiento que los acerque.
Los porteros de los portales son una institución aquí, se mueven por las tripas de los edificios, conocen cada palmo, están para lo que haga falta, sin horas, y viven en las primeras plantas, en una especie de cuevas que son más obscenas cuanto más ostentosas son las viviendas que soportan.
Allí, en ese espacio mínimo, en ese metro cuadrado móvil, tenía la mejor imagen de este país: una chica bella y formada, bien vestida, probablemente inteligente, seguramente viajada, que forma parte del faraónico 5 ó 10 por ciento que vive a la occidental aquí, que aprovecha el boom económico que está teniendo el país en los últimos años; y él, un joven inocente y bonachón y sin nada de nada, al que le afecta ese boom económico que está haciendo que los productos básicos suban de un precio que para mi sueldo aquí son céntimos, pero que para ellos es inalcanzable.
Ella salió primero del ascensor, y me dijo “see you” o algo así, a él no le dijo nada porque no existe. Yo imaginaba que él la ha visto desde siempre y desde siempre le ha gustado. Que la mira y la admira desde la cueva cuando ella llega las noches de los viernes, vestida de fiesta, de esa fiesta sólo abierta para occidentales y para los faraones de ese 5 por ciento. Que sube en el ascensor, el único medio de transporte que puede imaginar, para oler su olor, su perfume, su limpieza. E imaginaba que si yo fuera él, seguramente estaría enamorado de ella, aunque sólo fuera por el placer de la esperanza.
Pero creo que no. Creo que es imposible, pertenecen a mundos distintos superpuestos en un mismo pais, y la frontera que los separa impide cualquier pensamiento que los acerque.
jueves, marzo 06, 2008
La peor droga
Llevo un mes en El Cairo. He buscado piso para mí, he buscado piso con mi jefe para él, he buscado oficina para la empresa, he buscado otra vez piso para mí y otra vez oficina para la empresa.
Cansa. Y aquí, que todo es más lento, cansa más. Los egipcios te adulan entre piso y piso para que elijas el suyo. Tratan de convencerte. Y tú sigues buscando. Lo que tiene buen precio es demasiado viejo, lo que tiene buen precio y está bien, está lejos, lo que tiene buen precio, está bien y está cerca, de repente se lo llevan los saudíes que vienen aquí a pasar el verano ofreciendo el doble que tú.
Y de repente, cuando te das cuenta, estás enganchado a seguir abriendo esas cajas de sorpresas que hay detrás de cada puerta. El deseo te puede y te pide continuar, seguir jugando contigo mismo, con la ilusión de que el próximo sea perfecto, con la desilusión de que no lo es y de que tienes que seguir buscando. Y sumas partes de unos con la de otros para hacer el piso perfecto, que como la mujer perfecta o el país perfecto, no existe.
Si el de la calle tal tuviera las vistas del de la calle cual, la cocina del anterior y el baño del próximo, el precio del primero, las condiciones del tercero...y así hasta que te ves enganchado, desequilibrado y cansado hasta límites imposibles.
El que tengo ahora no está nada mal, pero ¿me habré desintoxicado del todo?
Cansa. Y aquí, que todo es más lento, cansa más. Los egipcios te adulan entre piso y piso para que elijas el suyo. Tratan de convencerte. Y tú sigues buscando. Lo que tiene buen precio es demasiado viejo, lo que tiene buen precio y está bien, está lejos, lo que tiene buen precio, está bien y está cerca, de repente se lo llevan los saudíes que vienen aquí a pasar el verano ofreciendo el doble que tú.
Y de repente, cuando te das cuenta, estás enganchado a seguir abriendo esas cajas de sorpresas que hay detrás de cada puerta. El deseo te puede y te pide continuar, seguir jugando contigo mismo, con la ilusión de que el próximo sea perfecto, con la desilusión de que no lo es y de que tienes que seguir buscando. Y sumas partes de unos con la de otros para hacer el piso perfecto, que como la mujer perfecta o el país perfecto, no existe.
Si el de la calle tal tuviera las vistas del de la calle cual, la cocina del anterior y el baño del próximo, el precio del primero, las condiciones del tercero...y así hasta que te ves enganchado, desequilibrado y cansado hasta límites imposibles.
El que tengo ahora no está nada mal, pero ¿me habré desintoxicado del todo?
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