jueves, agosto 30, 2007

Half an hour

“Semejante gilipollez sólo se puede dar en Australia”, sentenció Laura nada más bajar del avión. Al llegar al albergue de Adelaida, la gilipollez se mostraba con orgullo. En la pared, varios relojes iguales mostraban diversos husos horarios. Sobre cada reloj, el nombre de una ciudad: Nueva York, Londres, Nueva Delhi, Tel-Aviv, Tokio, Buenos Aires...la manecilla de la hora hacía sospechar la lejanía en kilómetros, el minutero las hacía a todas iguales. A todas no: Adelaida, capital del estado de Australia del Sur, tiene media hora de diferencia con respecto a Sydney y Melbourne, su minutero es distinto al del resto del mundo. En un país angustiado por su falta de identidad y necesitado de distinguirse en lo más mínimo por su enfermizo afán competitivo, la más mínima nimiedad puede ser causa de orgullo. En la arrinconada Adelaida, asfixiada por la preponderancia de la europea Melbourne, la arrogancia de nuevo rico de Sydney y la inminencia de Perth y Brisbane, media hora puede no ser nada, pero han convertido el minutero en un clavo ardiendo.

sábado, agosto 25, 2007

Be yellow!


Pues nada, aquí voy yo en yellow. Es una foto que me sacaron en mi viaje a Chernobil.

martes, agosto 21, 2007

Sueños


I. En mis noches de insomnio, cuando giro horizontalmente en mi cama sobre mi eje vertical, como la rotación de un planeta perdido enfundado en sábanas, esta imagen gira igual, horizontamente, dentro de mi cerebro. Estas dos palabras de neón recorren mis neuronas de una en una mientras me tapo hasta la cabeza para poder aislarme de todo, del todo. Simplicity funerals. Al principio fue una imagen curiosa. Luego inquietante. Ahora, casi al final, reveladora: es la imagen que mejor sintetiza la australianidad.


II. A pesar de ello, me quedo dormido y sueño. El neón se evapora y el sopor del sueño se hace primero con mis ojos. REM. Luego con el resto de mi cuerpo. Entonces sueño. Hace años leí un libro que se convirtió en un sueño para mí: "Entrevista con la Historia", de Oriana Fallaci. Veinticinco entrevistas entre finales de los 60 y principios de los 70 a algunas de las principales figuras políticas de la época. Veinticinco entrevistas para entender el mundo. Mientras lo leía, soñaba con hacer algún día algo parecido. Versión española, versión masculina, versión nuevo siglo. Al final, cuando me quedo dormido, sueño. Últimamente sueño que entrevisto a figuras políticas de mi tiempo: Fidel Castro, Felipe González, Jacques Chirac, Benedicto XVI desfilan oníricamente ante mis preguntas. Y entonces, los sueños sueños son.


III. A pesar de ello, muchas veces he soñado con guerras y otras muchas con países lejanos. En mis sueños he estado en Uruguay y Costa Rica, en Chechenia, Bosnia y Afganistán. Y en muchas córdobas tiroteadas. Últimamente viene a mis sueños un país que son guerras y lejanías: Papúa Nueva Guinea. Cuando vine a Australia pensé en Papúa. Mas cerca imposible. Pes es peligrosa y cara. Me voy de Australia sin pisar Papúa. Pero si no voy a Papúa, Papúa viene a mí. Viene a mis sueños algunas noches. Y entonces yo la viajo. Y los sueños, sueños son.

lunes, agosto 20, 2007

Mardi Gras (III y IV)

Bolas de sushi y Palusami

El tiempo me transportó, en apenas un mes con la intensidad de años, de la inmensidad de cristal, tan urbana, de Tokio a la indefensión de barro de Apia. De la educación milimétrica del japonés a la simpatía primitiva del samoano. De la racionalidad botánica de Kioto al indomable fulgor verde de Laloumalu. De la elaboración culinaria mundialmente famosa del sushi a la exquisitez de subsistencia del palusami. Para sus paladares y mochilas, propongo ese ejercicio de esquizofrenia gastronómica: viajar a la vez al país del sol naciente y a una pequeña isla del Pacífico.

Bastan dos tazas de arroz para dar los primeros pasos. Es necesario lavarlo en agua fría para eliminar el almidón. El siguiente paso es ponerlo a cocer con dos tazas y media de agua y un trozo de alga kelp. Ocho minutos de fuego alto, cinco bajo y diez de reposo bastarán para empezar a reducir la distancia física y cultural con Japón. En un cazo se calientan cinco cucharadas soperas de vinagre de arroz, con dos de azúcar y dos pequeñas de sal. Una vez que hierve, se añade al arroz y se mezcla bien para que absorba la mezcla, que ayudará al arroz a quedar bien pegado, como si los granos viajaran en hora punta en el metro hacia Shunjoku. Poco después podemos jugar con la mezcla.

Un sushi simple nos lleva a cortar muy fino un trozo de salmón o de atún (salmón ahumado para fulleros), ponerlo en un trozo de plástico de cocina como fondo al que se añade una cucharada de arroz. Si se oprime el plástico queda una bola perfecta de sushi. Antes de añadir el arroz se puede añadir un poco de wasabi, esa sustancia picante como venida de otro planeta, clara prueba de que puede existir la vida alienígena. El sushi está listo, Japón, que huele a pescado, a arroz y a sustancias inexplicables, está más cerca.

Al mismo tiempo, el paladar nos puede llevar a otro lugar: Una isla verdísima en mitad del Pacífico, habitada por menos personas de las que atraviesan en dos horas el cruce de Shibuya. Para llegar a ella basta con realizar la misión imposible de encontrar hoja de taro. Es un tubérculo parecido a la patata cuya hoja se aprovecha en los fogones samoanos. Como producto alternativo se pueden utilizar espinacas grandes.

También es necesario, indispensable, para realizar el viaje un poco de leche de coco. Hay que ordenar las hojas de taro o las espinacas por tamaño, situando sobre la menor unas finas rodajas de cebolla y tomate, sal y leche de coco. Posteriormente habrá que cerrar las hojas, asegurándose de que no quedan huecos por donde escape el relleno. Debe cerrarse después con hilo de cocina, y el resultado en papel de cocina o de platina. Todo ello se hará al horno durante 40 minutos.

El resultado será una especie de pasta ideal para untar sobre taro asado partido en dos trozos, o sobre patata asada. La mezcla de ambas recetas planteará profundos dilemas culturales a nuestro estómago, a nuestras papilas, a nuestro pensamiento.

Desde Tokio a Apia, continuidad de edificios milenarios y de cocoteros, frondosidades indomables de seres humanos y de árboles tropicales, miradas perdidas de seres solitarios y calores familiares en casas de barro de una habitación, trenes voladores y caminos de tierra, olores de pescado y coco en su paladar.

jueves, agosto 02, 2007

Pasar chocolate

"Bajarse al moro", ¿se acuerdan? Ir a Marruecos, comprar unas bellotas de chocolate (hachis) por cuatro duros, tragarlas o metarlas en el ano, pasar la frontera, cagarlas y venderlas en España por mucho más dinero. Negocio hecho, arriesgado pero hecho.

Así más o menos me sentí yo ayer. Me explico. Samoa es un país productor de cacao, y por tanto es fácil encontrar productos derivados como las habas de cacao y la manteca de cacao. Se puede pagar por estos productos cantidades irrisorias, mientras que en los mercados occidentales se consideran productos gourmet y están al alcance de muy pocos.

Como saben, soy un chocoadicto. En Samoa encontré mi paraíso y compré un par de trozos de manteca de cacao de unos 100 gramos por menos de un euro, así como habas de cacao. El problema era pasarlo por aduanas en Australia. Como buenos anglosajones, y más tirando a yankees que a ingleses, son paranoides, extremos en el celo, inflexibles y poco dados al raciocinio. Consideran que algún producto natural puede dañar a su ecosistema (nadie ha hecho más daño al ecosistema australiano que los propios anglosajones: Verbigracia, los conejos). Así que pasé un momento de apuro ayer en aduanas.

Evidentemente, el chocolate no estaba en mi ano, sino en mi maleta. Por suerte, encontré a un agente de aduanas que estaba pasando de todo y me permitió poner en riesgo la naturaleza australiana. Ahora tengo 200 gramos de manteca de cacao en mi poder, y sé cómo utilizarlo.