Cuando llegué a Sydney, mi primer alojamiento durante dos meses fue una casa cercana a la playa de Coogee. El ambiente era distendido, relajado, y la experiencia previa en el país de los compañeros de casa facilitaba la integración. El aire tenía olor a mar, a océano, y a hierbas aromáticas. Había lugares donde comer bien, teníamos una barbacoa en casa y bonitas puestas de sol. Pero. Pero convivíamos los tres recién llegados, dos compañeros de trabajo y dos estudiantes norteamericanos. Susana, Adrián, Rafa, Ignasi, Oihana, Kevin y Lyan: Siete personas contra un cuarto de baño. La entropía galopante hacía la cocina impracticable y sabíamos que cuando limpíaramos podrían aparecer los papeles del Cesid, Wally, el cadáver de Antonio Anglés y las ruinas de Tartessos. La casera, una señora griega a un chándal azul pegada, aparecía cada mañana sin que nadie la llamase para recordarnos la palabra obligación y atragantarnos el desayuno.
Xpovia kai xpovia! Las cucarachas se habían hecho fuertes en el jardín, el cuarto de los americanos se parecía cada día más a Bagdad y el gasto semanal en autobús se acercaba al PIB de Montenegro. Un día limpiamos para nunca más volver.
Me fui a vivir solo a un estudio para encontrarme conmigo mismo. Estaba cerca del centro, cerca del trabajo y cerca de las zonas nocturnas. Oxford street, la calle más transgresora de Oceanía, me ofrecía un espectáculo distinto cada dia y los gastos semanales se habían reducido considerablemente. Tenía un cuarto de baño para mí solo y una minicocina. Pero. Pero también tenía un espacio mínimo y me cansé de mí mismo antes de llegar a encontrarme. Comencé compartiendo mi espacio y mis secretos con miriápodos a los que declaré una guerra sin cuartel. Mortein se convirtió en amigo íntimo y más fiero aliado: un insecticida cuyo nombre, mezcla del lexema latino muerte y un sufijo alemán, siempre sinónimo de eficacia, auguraba una pronta victoria. Pero la insurgencia cucarachil no se rendía y tuve que ser asistido por la Alianza Atlántica del Pest Control. Veni, vidi, piri. Llegué, vencí y me piré, porque aunque vencí no me convencí. Era la calle Verona, un nombre tan libresco y pasional auguraba grandes momentos, pero seguí siendo un montesco solitario exhausto tras tan desigual batalla.
Tres meses, tres direcciones. La fuerza centrípeta me acercaba más y más a la city y me fui a pleno centro. Un edificio hiperpoblado de asiáticos, como la China misma, se convirtió en mi siguiente hogar: un piso multicultural que sobrepasaba cualquier cuota imaginable hasta ahora de exotismo. Dos indonesias, un francés, un taiwanés y un asiduo australo-vietnamita, menos gastos aún, un gimnasio, dos piscinas, dos jacuzzis y una sauna. Una cocina hiperequipada y un cierto orden en mitad del riguroso desorden cultural. Ayer cené salmorejo con sopa thai picante. Las cucarachas aún no me han encontrado.