viernes, febrero 16, 2007

Fake Oz


Estalactita tuneada.
Jenovan Cave, Australia.
Turismo ficción.

Ver qué pasa

Dicen que en un vuelo que atraviesa la Tierra, como es el que va desde Madrid a Sydney, el jet-lag no sólo afecta al sueño, sino también al estómago, al sentido del humor y hasta al estado de ánimo. Dicen, y esto es más difícil de demostrar, que a veces, en este tipo de vuelos, el alma tarda más tiempo en llegar al destino que el cuerpo. Quizá fue esto lo que me hizo estar tan perdido los primeros días que llegué a Australia. Estar tan como no estando. Porque creo que mientras mi cuerpo vagaba por Sydney con sueño, su estómago destrozado, el sendito del humor alterado y el estado de ánimo por las nubes (lo que en el hemisferio norte sería por los suelos), mi alma se daba la gran vida por el planeta.

Quizá mi alma salió más tarde de aquel viaje porque se quedó despidiéndose de las personas a las que está más apegada en Córdoba, Sevilla y Madrid; saludando a viejos amigos en Bruselas, Roma y Nápoles; enamorándose de nuevo de Venecia, Amsterdam y Ljubljana; añorando experiencias no vividas en Argel, Beirut y Estambul, y curioseando en Nueva Delhi, Kuala Lumpur y Port Moresby.

Finalmente llegó a Sydney para ver qué pasaba, porque siempre hay que seguir, aunque sólo sea por ver qué pasa. Y aquí estamos, si es que todo esto ocurre de verdad, mi cuerpo y mi alma, siguiendo, viendo qué pasa.

miércoles, febrero 14, 2007

Soluciones habitacionales

Cuando llegué a Sydney, mi primer alojamiento durante dos meses fue una casa cercana a la playa de Coogee. El ambiente era distendido, relajado, y la experiencia previa en el país de los compañeros de casa facilitaba la integración. El aire tenía olor a mar, a océano, y a hierbas aromáticas. Había lugares donde comer bien, teníamos una barbacoa en casa y bonitas puestas de sol. Pero. Pero convivíamos los tres recién llegados, dos compañeros de trabajo y dos estudiantes norteamericanos. Susana, Adrián, Rafa, Ignasi, Oihana, Kevin y Lyan: Siete personas contra un cuarto de baño. La entropía galopante hacía la cocina impracticable y sabíamos que cuando limpíaramos podrían aparecer los papeles del Cesid, Wally, el cadáver de Antonio Anglés y las ruinas de Tartessos. La casera, una señora griega a un chándal azul pegada, aparecía cada mañana sin que nadie la llamase para recordarnos la palabra obligación y atragantarnos el desayuno. Xpovia kai xpovia! Las cucarachas se habían hecho fuertes en el jardín, el cuarto de los americanos se parecía cada día más a Bagdad y el gasto semanal en autobús se acercaba al PIB de Montenegro. Un día limpiamos para nunca más volver.

Me fui a vivir solo a un estudio para encontrarme conmigo mismo. Estaba cerca del centro, cerca del trabajo y cerca de las zonas nocturnas. Oxford street, la calle más transgresora de Oceanía, me ofrecía un espectáculo distinto cada dia y los gastos semanales se habían reducido considerablemente. Tenía un cuarto de baño para mí solo y una minicocina. Pero. Pero también tenía un espacio mínimo y me cansé de mí mismo antes de llegar a encontrarme. Comencé compartiendo mi espacio y mis secretos con miriápodos a los que declaré una guerra sin cuartel. Mortein se convirtió en amigo íntimo y más fiero aliado: un insecticida cuyo nombre, mezcla del lexema latino muerte y un sufijo alemán, siempre sinónimo de eficacia, auguraba una pronta victoria. Pero la insurgencia cucarachil no se rendía y tuve que ser asistido por la Alianza Atlántica del Pest Control. Veni, vidi, piri. Llegué, vencí y me piré, porque aunque vencí no me convencí. Era la calle Verona, un nombre tan libresco y pasional auguraba grandes momentos, pero seguí siendo un montesco solitario exhausto tras tan desigual batalla.

Tres meses, tres direcciones. La fuerza centrípeta me acercaba más y más a la city y me fui a pleno centro. Un edificio hiperpoblado de asiáticos, como la China misma, se convirtió en mi siguiente hogar: un piso multicultural que sobrepasaba cualquier cuota imaginable hasta ahora de exotismo. Dos indonesias, un francés, un taiwanés y un asiduo australo-vietnamita, menos gastos aún, un gimnasio, dos piscinas, dos jacuzzis y una sauna. Una cocina hiperequipada y un cierto orden en mitad del riguroso desorden cultural. Ayer cené salmorejo con sopa thai picante. Las cucarachas aún no me han encontrado.

viernes, febrero 09, 2007

Confieso que he añorado*

Fue un instante. Algo más espiritual que racional, pero estuvo ahí. Ayer por la tarde leía un número de El País Domingo que había traído un amigo, escuchaba música y estaba tirado en la cama. De repente, quizá fue la música, quizá fue la lectura, quizá fue el salmorejo que había comido horas antes, quise estar allí. Fue como un dejà vu sentimental. Por un momento me apeteció Córdoba, un café en Sevilla, un paseo por Madrid. No era la gente a la que echo de menos, no era la ciudad en sí, no era nada: Era todo. Fue sólo un momento, estoy perfectamente, todo bien al sur del sur, pero eché de menos y nunca me había pasado. Hay quien piensa que soy un desarraigado, pero mi corazón a veces late en su nevera. Sólo eso.

*Teresa, ésta va por ti.

50 Dólares*

El billete de 50 dólares hace ¡chas! y se va de tu lado. Está hecho de un material especial, ya que puede pasar del estado sólido al gaseoso en menos de lo que un semáforo dura en verde en Sydney. Es un instante. El futuro no existe para el billete de 50 dólares, que pasa de mano en mano como la culpa.

Sacar 50 dólares del cajero es saber que se perderán antes de ser consciente de su presencia, pues su consistencia es pura nebulosa. Si alguna vez vienen a Australia prueben a sostener este billete, agárrenlo con todas sus fuerzas, con ambas manos, cúbranselas con algo que tape cualquier resquicio de salida que pueda haber, intenten todas las capas que quieran, conviertan la realidad en una prisión al estilo de unas matriuskas rusas en cuyo fondo estuviese el billete de 50 dólares. No habrá servido de nada: David Copperfield con su escapismo es tan sólo un principiante comparado con este billete, que siempre resulta vencedor. Llénense las manos de aceite e intenten mantener entre ellas una pastilla de jabón recién sumergida en agua, añadan un suelo recién encerado y un toro persiguiéndoles. El resultado, por catastrófico que sea, tendrá más visos de permanencia que con el billete de 50 dólares.

Tiene en su esquina inferior izquierda una marca con la forma de la Cruz del Sur que transparenta y deja ver la realidad más allá del billete. Cojan un billete, miren por ese hueco y verán algo, vuelvan a mirar y verán todo. El billete ya habrá desaparecido de su vista, y andará más lejos que la Osa Mayor. Si el billete de 500 euros es como Bin Laden, porque todo el mundo sabe que existe pero nadie lo ha visto, el billete de 50 dólares es como el Gran Houdini.

*Equivale a 30 malditos euros o 5.000 añoradas pesetas.