Bolas de sushi y Palusami
El tiempo me transportó, en apenas un mes con la intensidad de años, de la inmensidad de cristal, tan urbana, de Tokio a la indefensión de barro de Apia. De la educación milimétrica del japonés a la simpatía primitiva del samoano. De la racionalidad botánica de Kioto al indomable fulgor verde de Laloumalu. De la elaboración culinaria mundialmente famosa del sushi a la exquisitez de subsistencia del palusami. Para sus paladares y mochilas, propongo ese ejercicio de esquizofrenia gastronómica: viajar a la vez al país del sol naciente y a una pequeña isla del Pacífico.
Bastan dos tazas de arroz para dar los primeros pasos. Es necesario lavarlo en agua fría para eliminar el almidón. El siguiente paso es ponerlo a cocer con dos tazas y media de agua y un trozo de alga kelp. Ocho minutos de fuego alto, cinco bajo y diez de reposo bastarán para empezar a reducir la distancia física y cultural con Japón. En un cazo se calientan cinco cucharadas soperas de vinagre de arroz, con dos de azúcar y dos pequeñas de sal. Una vez que hierve, se añade al arroz y se mezcla bien para que absorba la mezcla, que ayudará al arroz a quedar bien pegado, como si los granos viajaran en hora punta en el metro hacia Shunjoku. Poco después podemos jugar con la mezcla.
Un sushi simple nos lleva a cortar muy fino un trozo de salmón o de atún (salmón ahumado para fulleros), ponerlo en un trozo de plástico de cocina como fondo al que se añade una cucharada de arroz. Si se oprime el plástico queda una bola perfecta de sushi. Antes de añadir el arroz se puede añadir un poco de wasabi, esa sustancia picante como venida de otro planeta, clara prueba de que puede existir la vida alienígena. El sushi está listo, Japón, que huele a pescado, a arroz y a sustancias inexplicables, está más cerca.
Al mismo tiempo, el paladar nos puede llevar a otro lugar: Una isla verdísima en mitad del Pacífico, habitada por menos personas de las que atraviesan en dos horas el cruce de Shibuya. Para llegar a ella basta con realizar la misión imposible de encontrar hoja de taro. Es un tubérculo parecido a la patata cuya hoja se aprovecha en los fogones samoanos. Como producto alternativo se pueden utilizar espinacas grandes.
También es necesario, indispensable, para realizar el viaje un poco de leche de coco. Hay que ordenar las hojas de taro o las espinacas por tamaño, situando sobre la menor unas finas rodajas de cebolla y tomate, sal y leche de coco. Posteriormente habrá que cerrar las hojas, asegurándose de que no quedan huecos por donde escape el relleno. Debe cerrarse después con hilo de cocina, y el resultado en papel de cocina o de platina. Todo ello se hará al horno durante 40 minutos.
El resultado será una especie de pasta ideal para untar sobre taro asado partido en dos trozos, o sobre patata asada. La mezcla de ambas recetas planteará profundos dilemas culturales a nuestro estómago, a nuestras papilas, a nuestro pensamiento.
Desde Tokio a Apia, continuidad de edificios milenarios y de cocoteros, frondosidades indomables de seres humanos y de árboles tropicales, miradas perdidas de seres solitarios y calores familiares en casas de barro de una habitación, trenes voladores y caminos de tierra, olores de pescado y coco en su paladar.
El tiempo me transportó, en apenas un mes con la intensidad de años, de la inmensidad de cristal, tan urbana, de Tokio a la indefensión de barro de Apia. De la educación milimétrica del japonés a la simpatía primitiva del samoano. De la racionalidad botánica de Kioto al indomable fulgor verde de Laloumalu. De la elaboración culinaria mundialmente famosa del sushi a la exquisitez de subsistencia del palusami. Para sus paladares y mochilas, propongo ese ejercicio de esquizofrenia gastronómica: viajar a la vez al país del sol naciente y a una pequeña isla del Pacífico.
Bastan dos tazas de arroz para dar los primeros pasos. Es necesario lavarlo en agua fría para eliminar el almidón. El siguiente paso es ponerlo a cocer con dos tazas y media de agua y un trozo de alga kelp. Ocho minutos de fuego alto, cinco bajo y diez de reposo bastarán para empezar a reducir la distancia física y cultural con Japón. En un cazo se calientan cinco cucharadas soperas de vinagre de arroz, con dos de azúcar y dos pequeñas de sal. Una vez que hierve, se añade al arroz y se mezcla bien para que absorba la mezcla, que ayudará al arroz a quedar bien pegado, como si los granos viajaran en hora punta en el metro hacia Shunjoku. Poco después podemos jugar con la mezcla.
Un sushi simple nos lleva a cortar muy fino un trozo de salmón o de atún (salmón ahumado para fulleros), ponerlo en un trozo de plástico de cocina como fondo al que se añade una cucharada de arroz. Si se oprime el plástico queda una bola perfecta de sushi. Antes de añadir el arroz se puede añadir un poco de wasabi, esa sustancia picante como venida de otro planeta, clara prueba de que puede existir la vida alienígena. El sushi está listo, Japón, que huele a pescado, a arroz y a sustancias inexplicables, está más cerca.
Al mismo tiempo, el paladar nos puede llevar a otro lugar: Una isla verdísima en mitad del Pacífico, habitada por menos personas de las que atraviesan en dos horas el cruce de Shibuya. Para llegar a ella basta con realizar la misión imposible de encontrar hoja de taro. Es un tubérculo parecido a la patata cuya hoja se aprovecha en los fogones samoanos. Como producto alternativo se pueden utilizar espinacas grandes.
También es necesario, indispensable, para realizar el viaje un poco de leche de coco. Hay que ordenar las hojas de taro o las espinacas por tamaño, situando sobre la menor unas finas rodajas de cebolla y tomate, sal y leche de coco. Posteriormente habrá que cerrar las hojas, asegurándose de que no quedan huecos por donde escape el relleno. Debe cerrarse después con hilo de cocina, y el resultado en papel de cocina o de platina. Todo ello se hará al horno durante 40 minutos.
El resultado será una especie de pasta ideal para untar sobre taro asado partido en dos trozos, o sobre patata asada. La mezcla de ambas recetas planteará profundos dilemas culturales a nuestro estómago, a nuestras papilas, a nuestro pensamiento.
Desde Tokio a Apia, continuidad de edificios milenarios y de cocoteros, frondosidades indomables de seres humanos y de árboles tropicales, miradas perdidas de seres solitarios y calores familiares en casas de barro de una habitación, trenes voladores y caminos de tierra, olores de pescado y coco en su paladar.
4 comentarios:
Por fin!!!!
A ver si lío a alguien que sepa cocinar para intentarlo.
Puta.
Pronto organizaremos una semana gastronómica en la Galicia del Sur. Propongo mi misión, por mi inutilidad en la cocina, como pinche o buscador de ingredientes, además de las ganas de comer.
Mmm... vaya poeta del fogón estás hecho. A tí te daría yo un programa gastronómico y no al José Andrés ese. Lo veo, lo veo.
Todo esto esta muy bien, muy rico todo, pero sigo esperando (anhelando) tu salmorejo.
Besines
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